martes, 16 de octubre de 2012

Beauty and Urban Landscape

Last Monday I spoke about the foreword I wrote last year for Carmen Fernandez's book, "Aesthetics and Urban Landscape". As I promised and although it's quite a long essay, I publish the text in Spanish so you can have a look at it .


Prólogo a “Estética y Paisaje Urbano”,
de Carmen Fernández Rodríguez


“La belleza ya no es nuestro fin. La forma es rechazada por un universo con el que está enfrentada. El objetivo perseguido es la evidencia. Es necesario localizar un universo en el que la manifestación creadora sea “evidentemente” bella, puesto que estará integrada y será parte inherente del hecho en su conjunto.”[1]
  

Estas palabras del arquitecto francés Claude Parent, aparecidas en las páginas de la revista-manifiesto Architecture Principe que publicó junto al filósofo Paul Virilio en 1966, reflejaban el estado suavemente esquizoide en el que navegó con dificultad el pensamiento arquitectónico durante todo el siglo pasado. En gran medida, la bruma del desconcierto aun no se ha disipado.

La búsqueda de la belleza había ocupado el lugar de privilegio en la escala de valores y objetivos de la disciplina arquitectónica hasta la segunda mitad del siglo XIX. Sin embargo, a partir de ese momento,  los profundos cambios sociológicos, económicos y culturales que se apuntaron en el mundo occidental, hicieron que la belleza viera súbitamente matizada su relevancia casi exclusiva. La explosión demográfica, el aumento vertiginoso de la movilidad y la comunicación y el desarrollo exponencial de la realidad tecnológica e industrial, obligaron a la arquitectura a la elaboración de una nueva respuesta específica para el paisaje hacia el que se dirigía la cultura occidental.

El nuevo paisaje se inclinaba decididamente hacia lo urbano. Hacia aquellas ciudades que, salvo singulares excepciones, hasta ese momento habían mantenido escalas pequeñas y moderadas. Ciudades que habían convivido con naturalidad en un entorno mayoritariamente rural y disperso, asumiendo un papel de esporádico lugar de celebración, intercambio y concentración. Ciudades que habían evolucionado en lentos procesos de crecimiento, pasaron de pronto a convertirse en los enclaves hacia los que migraba velozmente toda la población. La magnitud de las problemáticas que se produjeron como resultado de este nuevo y generalizado modo de asentamiento en el territorio, desplazaron a la belleza del foco de atención prioritario de la arquitectura. Había que afrontar la resolución de cuestiones más prioritarias y urgentes. ¿Cuál era la manera de alojar a una cantidad de población tan grande y en tan continuo crecimiento exponencial? ¿Cómo garantizar unas condiciones de vida mínimas, salubres, seguras y eficaces a esa densidad y diversidad de necesidades? ¿Era posible incorporar en estos asentamientos las nuevas estructuras productivas e industriales que demandaban una mano de obra cada vez más numerosa?

La edificación, el urbanismo, el planeamiento y las infraestructuras necesitaron desarrollarse a gran velocidad, produciendo modelos y alternativas para el nuevo escenario. Propuestas diversas que, ante la presión de las enormes problemáticas funcionales básicas y bajo una lógica fascinación por la vigorosa realidad industrial y tecnológica casi recién nacida, apartaron a la búsqueda de la belleza de la primera línea de objetivos abordados por la arquitectura. En no pocos casos se culpabilizó expresamente al antiguo modelo de ser el motivo del retraso y la falta de respuestas válidas de la arquitectura ante este nuevo panorama en formación. A este período corresponden los antagonismos reales o ficticios entre arquitectos e ingenieros; entre las escuelas de arquitecturas vinculadas a las facultades de Humanidades y aquellas encuadradas en los Estudios Politécnicos; entre la consideración del arquitecto como un artista ilustrado o como un técnico responsable.

Las vanguardias históricas del primer tercio del siglo XX, certificaron el cambio de paisaje. A pesar de infinidad de matices entre los distintos movimientos, la búsqueda autónoma de la belleza ya no pudo recobrar el lugar de absoluta preeminencia que había ocupado en el pasado. La segregación entre el paisaje rural y el urbano era definitiva. La tendencia que finalmente se impuso en Europa fue el denominado racionalismo, heredero de los poderosos postulados de Le Corbusier y Mies van der Rohe. Desde esta posición se organizaron los importantes congresos CIAM[2], en los que se intentaban acotar las características de la ciudad y la arquitectura moderna. De aquellas iniciativas y otras similares emergió el llamado Estilo Internacional, autoproclamado como la respuesta idónea a los nuevos valores y objetivos de la sociedad moderna. La más estricta funcionalidad y racionalidad en la resolución de problemáticas inmediatas se postuló como la única metodología aceptable para abordar el razonamiento arquitectónico. Por otra parte, el panorama general de la Europa de la postguerra mundial, necesitada de urgentes y veloces planes de reconstrucción edificatoria, dejaban poco espacio para otras consideraciones. La vieja frase “la forma sigue a la función”, que había enunciado el arquitecto Louis Sullivan de la Escuela de Chicago en el tramo final del siglo XIX, se convirtió para el lenguaje arquitectónico y urbanístico, en un principio ético y estético prácticamente incuestionable.

Sin embargo, ya en los primeros años cincuenta, este rígido edificio conceptual construido por el Estilo Internacional comenzó a resquebrajarse y a mostrar algunos signos de agotamiento. La extrema determinación de los principios del Estilo Internacional procedía del vigor y la rotundidad necesaria y característica de los períodos revolucionarios. Períodos que a un tiempo deben certificar la muerte del régimen previo y sentar unas bases inequívocas para la alternativa propuesta. Esta necesidad implica irremediablemente elecciones rápidas, ausencia de matices y un cierto sacrificio de la actividad autocrítica. Pero una vez superado el rabioso optimismo revolucionario y comprobados sus primeros resultados, es inevitable la formulación de valoraciones más serenas y completas. Le Corbusier, el gran referente del racionalismo más ortodoxo, sorprendió a todos sus seguidores con el ramalazo expresionista del tramo final de su carrera que le apartaba violentamente de sus propios 5 Principios de la Arquitectura Moderna. Desde el otro lado del océano Atlántico, la figura de Frank Lloyd Wright que siempre había mantenido una postura muy crítica con la homogeneización preconizada por el Estilo Internacional, crecía y aumentaba la influencia de la llamada arquitectura orgánica[3]. Los periódicos CIAM se transformaban en agrias disputas entre las diversas posturas que terminarían con la disolución de los congresos en el año 1959. En muy pocos años, el mundo arquitectónico fue consciente de que el estricto marco que había definido la Carta de Atenas para la ciudad del futuro, redactada desde el funcionalismo más severo era, como mínimo, insuficiente para afrontar la complejidad del fenómeno urbano.

De tal modo que la década de los años sesenta se convirtió en una sucesión de propuestas y alternativas al modelo de ciudad funcional que había sido defendida como solución universal. Algunas profundizaban en las nuevas tecnologías, medios de comunicación y movilidad, que se desarrollaban a un ritmo aun mayor del previsto inicialmente. Otras vislumbraban una dicotomía excesiva entre lo artificial y lo natural, y abogaban por un cierto mimetismo naturalista. Y otras muchas encontraban que los modelos de la ciudad concebidos exclusivamente desde su funcionalidad habían minimizado la relevancia de otros muchos valores del fenómeno urbano: la diversidad, la adaptabilidad, la mutabilidad, y, por supuesto, la belleza. Durante un corto pero intenso período de los años setenta, el denominado postmodernismo arquitectónico, pretendió la reutilización de la configuración física de los elementos constitutivos de la arquitectura antigua, columnatas, frontones, arcos, etc… como receta para la recuperación de los valores tradicionales de la ciudad y la arquitectura. Las resoluciones formales que produjeron se reducían en su mayor parte a un ejercicio de maquillaje nostálgico completamente anacrónico. Pero, sin embargo, las ideas teóricas que las habían provocado[4] recuperaron la obligación y necesidad de la arquitectura de conservar y construir la memoria de la ciudad y el ciudadano, más allá de la simple satisfacción de las necesidades funcionales básicas.

Durante los últimos treinta años, el optimismo tecnológico del siglo XX ha sufrido severas matizaciones a partir de la entrada en escena progresiva de la denominada conciencia sostenible. Un cambio de paradigma preconizado por muchos al tomar conciencia global de la limitación de los recursos planetarios. De tal modo que, de manera similar a lo sucedido con las necesidades funcionales básicas en los comienzos del siglo pasado, el grado de adecuación a los criterios de sostenibilidad de la arquitectura, se ha convertido en la variable más significativa a la hora considerar su idoneidad. Es muy probable, que una vez superada esta fase explosiva inicial, la incuestionable e importante variable sostenible de la arquitectura pase con naturalidad a ser una más del complejo entramado de parámetros a considerar al enfrentarse el paisaje urbano.

Por lo tanto, el debate sobre la belleza y el paisaje urbano tiene hoy en día una vigencia absoluta y permanece abierto entre los propios arquitectos. Después de aquella demonización inicial de toda consideración estética, ya no es cuestionada la importancia de la belleza como parámetro definidor de la calidad de vida del espacio urbano. Cada autor carga el escurridizo concepto de belleza con los matices que considera más convenientes desde la estructura de su propio razonamiento: algunos continúan refiriéndose a su acepción más clásica, como armonía y equilibrio compositivo; para otros la belleza va ligada a la eficacia de las resoluciones plásticas; otros recurren a términos algo más crípticos como belleza termodinámica… Pero lo cierto es que, tal y como señala la autora de este libro, la belleza del espacio urbano es un factor reconocido y aceptado como determinante en la calidad de vida de los ciudadanos.

El periodista Arcadi Espada definió la arquitectura como el único arte ineludible. Al contrario que la música, la pintura o la escultura, ningún ciudadano puede escapar a la experiencia de la arquitectura que rodea y configura su actividad diaria. Para  algunos, esta ineludibilidad es razón suficiente para sacar a la arquitectura de su ubicación tradicional dentro del universo de las Artes. También es posible que esta condición sea la raíz de las dudas con las que el conjunto de la disciplina se ha enfrentado al concepto de belleza en los últimos ciento cincuenta años; o  que explique las vacilaciones ante la definición de la autonomía y la autoridad del lenguaje arquitectónico en la sociedad contemporánea. Un debate especializado sería muy amplio. Pero desde el prisma tratado por la autora en este libro, esta singular condición de la arquitectura tiene una consecuencia obvia: al ser efectivamente el paisaje urbano ineludible para el ciudadano y tener consecuencias reales y tangibles en su calidad de vida, es pertinente y necesario el establecimiento de un marco normativo público que regule sus características.

La percepción de la belleza, va ligada a una cierta sensación de placer del individuo. Michel Houellebecq en su novela Plataforma distinguía dos tipos de placer: El del reconocimiento y el del descubrimiento. El primero se produce por la quiebra deseada de la sensación de soledad y la aparición del agradable sentimiento de sentirse acompañado, de reconocer y ser reconocido en aquello que se percibe. Por el contrario, el placer descubrimiento proviene de la sorpresa, de la también intensa sensación de estar ante una nueva posibilidad, ante una nueva expectativa. El reconocimiento nos explica vinculándonos con el pasado y el descubrimiento esboza nuestras posibilidades lanzándonos hacia el futuro.

Esta aguda distinción que hace Houellebecq puede ser traducida a los  términos del paisaje manejado por la autora y precisar algunas relevantes diferencias entre el paisaje rural y el urbano. La belleza del paisaje rural está ligada a los ancestros. La sensación de placer que produce tiene relación con su valor identitario y local. Por supuesto, el paisaje urbano tiene también capacidad de constituirse en almacén de nuestra memoria individual y colectiva. Pero una de las características más diferenciadoras de la ciudad contemporánea es su diversidad y su mutabilidad continua. De modo que el paisaje urbano debe incorporar la belleza que produce el placer del descubrimiento. Al contrario que el reconocimiento, éste vincula su valor hacia lo evolutivo y lo global. Lo rural emociona porque su reconocimiento evoca nuestra historia, nuestro pasado, y, en definitiva, nuestra memoria. Lo urbano emociona además porque nos presenta nuestra potencia, nuestro futuro, y, en definitiva, nuestros sueños.

La respuesta normativa ante el placer del reconocimiento, sea éste de naturaleza rural o urbana, debe estar necesariamente ligada al concepto de protección  y preservación, que evite la pérdida de la memoria. La respuesta ante el placer del descubrimiento, fundamentalmente urbano, puede parecer más compleja pero es igual de necesaria. Tan necesario y digno de proteger es nuestro pasado como nuestro futuro. Tan nefasta puede ser la destrucción indiscriminada patrimonio histórico de ciudad, como la condena efectiva a la que se somete a un tejido urbano obligado a permanecer eternamente invariable. El marco normativo debe encontrar el frágil equilibrio entre ambas protecciones, entre ambas bellezas, entre ambos placeres puesto a disposición del ciudadano. No es una ecuación sencilla. Pero de cara a obtener un marco homogéneo para ambas, la protección debe desplazar su atención de los objetos producidos a los procesos productores. Son ellos los que podrán ser capaces de exigir la misma calidad en la preservación lo valioso del pasado y del futuro de nuestras ciudades.

Hace un par de años se inauguró en Nueva York, una ciudad que podría considerarse el paradigma de los valores urbanos del siglo XX, un importante proyecto que ilustra la convivencia de estos dos placeres y bellezas: El High Line. Se trata de un nuevo parque lineal, construido sobre un par de kilómetros del viejo trazado de unas vías férreas  elevadas, que fueron construidas hace muchos años para facilitar el acceso de mercancías a una zona industrial de la parte oeste de Manhattan. Como muchas áreas fabriles de la isla, ante la presión inmobiliaria y las dificultades de conexión varias, cayeron lentamente en desuso y se han ido reconvirtiendo, con envidiable vitalidad, a otros usos: lofts, galerías, comercios, etc…

La solución obvia hubiera sido desmantelar automáticamente la vieja vía de tren, para hacer de la zona un convencional y agradable barrio residencial, incluso de nivel adquisitivo alto o muy alto. Pero varias asociaciones de vecinos elevaron su voz en defensa de aquella obsoleta infraestructura que, desde su punto de vista, había pasado a formar parte fundamental de la imagen de la ciudad y del barrio, al igual que las fábricas y demás estructuras industriales del pasado. Se convocó un concurso planteando este enfoque sorprendente para muchos de los promotores y especuladores inmobiliarios de la zona: no acababan de entender como la gente podía querer mantener una cosa tan fea en lugar de construir un nuevo barrio residencial amable y bello.

El resultado de todo aquel debate fue el High Line, la propuesta de los arquitectos Diller&Scofidio + Renfro con la colaboración del artista Olafur Elliasson: la vieja estructura se convirtió en un gran parque lineal que sigue atravesando a media altura todo el barrio. Es posible comprobar como el proyecto no es solo tremendamente bello, que lo es; sino que es además una respuesta viable a una problemática urbana muy común, mucho más inteligente, rica y compleja que las infantiles protecciones absolutas o las torpes demoliciones que algunos defienden con virulencia.

Con esta operación Diller y Scofidio consiguen mantener aquellos valores que, sin pretenderlo y con el exclusivo paso del tiempo, aquella brutal infraestructura había construido en la memoria de los ciudadanos. Reciclan esos recuerdos, y construyen sobre ellos. Eliminan lo negativo y lo infrautilizado y le superponen nuevas actividades, un nuevo sustrato (en este caso vegetal) para seguir proporcionando a la ciudad la densidad y complejidad que necesita. Solucionan un problema de falta de espacios verdes y libres en el barrio. Inventan un espacio nuevo para el peatón, una nueva perspectiva para el ciudadano, que puede ahora contemplar y disfrutar de su barrio desde las alturas donde antes circulaban los trailers. En definitiva, realizan en un único gesto que mantiene la belleza que produce el placer del reconocimiento de la vieja infraestructura, e incorpora la belleza derivada del placer del descubrimiento del nuevo parque elevado. Y quizás lo que es más importante: Todo ello realizado a partir de la iniciativa particular de algunos ciudadanos que reclamaron  su derecho a la belleza, la pasada y la futura.

Hace tiempo que este interesante debate ha desbordado el marco arquitectónico. No podría ser de otra forma. Es pertinente y necesaria a la aportación y la perspectiva de muchas otras ramas del conocimiento, para evitar la lentitud y esterilidad de un estricto discurso disciplinar. La detallada reflexión sobre la belleza y su protección que realiza la autora de este libro desde su óptica especializada, resulta una aportación necesaria y enriquecedora para continuar el reto que supone la definición de las condiciones nuestro ineludible paisaje urbano.


Madrid, octubre 2011
Diego Fullaondo Buigas de Dalmau


[1] Claude Parent, “Le Temps Mort”, Architecture Principe 2: Le troisieme ordre urbain, marzo 1966:
[2] Congresos Internacionales de Arquitectura Moderna, que se iniciaron en 1928 y finalizaron en 1959
[3] Frente a “la forma sigue a la función”, Frank Lloyd Wright siempre defendió la postura de que “forma y función deben ser  una misma cosa”.
[4] Aldo Rossi, La Arquitectura de la Ciudad,  1966 (edición española 1971)

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